17.4.09

Volar a Chicago

(Sí, estoy en los Estados Unidos... una de esas extrañas urgencias de trabajo que no ocurren nada a menudo)

El vuelo de avión a Chicago es una experiencia extraña. Se siente más como un viaje en guajolotero que como un viaje en avión, con todo y las cajas de cartón amarradas con mecate incluidas, y la gente que necesita todo tipo de ayuda, perdida en este mundo lleno de palabras, textos y significados (y que, por otra parte, se encuentran llenas en sí mismas de textos y significados que yo no comprendo).

Pero, al mismo tiempo, puedes ver a un par de gringos jugando UNO, sentados ahí, al lado. Todo este mundo está esperando la comida, volando en la cola de un avión en el que estaremos por 4 horas, condenados a estar juntos. Sartre no le atinó del todo: el infierno no está ne los otros, cada quién trae cargando el suyo.

Ya tomé mi set de "Fotos celestes" con el logo viejo de Mexicana haciendo su aparición en el ala del avión. Probablemente sea la última vez que viajo en un avión con ese diseño (regreso por otra aerolínea), porque el nuevo y hororoso logotipo ya está en todos lados (inclusive cerca de mi casa, vigilándome desde el cielo).

Conforme salimos de la ciudad, el avión da la vuelta en redondo y me hace feliz al permitirme ver de nuevo el DeFectuoso. No sé por qué razón esta vez salimos por la ruta a Puebla, así que pude reconocer al buen Tío Benito y su cabeza, y pase por encima de la casa de la tía Lulú también. Mientras tanto, mi acompañante de asiento —una doñita ya grande, nacida en Amatlán, con 6 hijos viviendo en Chicago— se dedicó a rezar el rosario durante todo el despegue. Me conmovió y me dio harta ternurita: como que me recordó a mi mamá (por lo de la rezada).

Luego me entraron los 10 minutos de "extraño mi casa". Viajar me requiere de un ajuste neuronal que normalmente me lleva un par de días hacer; justo en este viaje 2 días fueron todo lo que tuve: obviamente no para prepararme y ponerme contenta y decir "voy a una ciudad toda chida y en un país distinto, genial" sino para hacer todos los preparativos técnicos del viaje, incluyendo la aventura de renovar la visa y comprar algunas bolsas Ziploc que creo que finalmente no habría necesitado.

Eso sí, me encanta turistear desde el avión. Por ejemplo, mientras escribo esto (apenas lo estoy posteando, pero lo escribí en el avión, el miércoles) estamos sobrevolando lo que parece ser un gran lago rodeado de pequeños cuerpos de agua, pero no estoy bien segura de dónde estamos... Claro que nunca estoy bien segura de dónde estoy cuando vuelo, excepto (por supuesto) cuando aterrizamos en Mexiquito lindo. Por ahora, ni idea: a 50 minutos del despegue, calculo que estamos por el Bajío, pero por lo que sé igual podrían estarme pasando por encima de mi amado Veracruz y yo ni enterada.

La doñita de al lado no sabe leer ni escribir. Me voltea a ver cada tanto, nomás para checar que estoy haciendo en la computadora. Les estuve echando la mano a ella y a su marido con su declaración de aduana, la regué la primera vuelta y tuvimos que hacerla de nuevo. Y ahora, de pronto, su marido también me voltea a ver con una cara que seguro está reservada a sus nietos: esa mezcla de preocupación, asombro e intriga que le causa la tecnología a la mayoría de la gente que nació antes de la Segunda Guerra.

Esa misma pareja me pediría después que los guiara hasta donde las maletas, pero tuvimos que separarnos en migración, después de encargárselos a un oficial. Al principio se friqueó, pero después de explicarle el caso in English accedió a encargarse de ellos con bastante amabilidad y rapidez. Yo, por andar de buena samaritana, tardé 20 minutos más en poder salir de ahí. Cuando lo logré, mis acompañantes ya habían salido para no volvernos a ver nunca, como sucede con todos los acompañantes de aeropuerto.

Por ahora es todo. Ya llevo día y medio aquí. Me faltan el sábado y el domingo, y no postearé hasta que la aventura de Chicago haya terminado y me encuentre en Dallas, mi siguiente destino. Seguro tendré mucho más que decir. Por ahora, Chicago me llama y es tan irresistible como el canto de las sirenas. Allá voy.