25.10.09

Es fácil...

Es más fácil no volver a escribir. Es fácil negarse al dichoso vicio, a la vocecita esta que insiste en tomar la pluma, el teclado, la libreta. Es más fácil admitir que no hay tiempo, que estás muy cansado, que necesitarías ponerle más dedicación que la que te dejan las múltiples tareas cotidianas.

Es mucho más fácil negarte, volcarte en el twitter, decir que no estás inspirado y que la verdad, la verdad, que escribas o que no da exactamente lo mismo. Total, el tiempo que no le dedicas a las letras se lo puedes dedicar al trabajo, a los amigos, a la familia, a ver películas, a lo que sea.

Y sin embargo, aquí vienes de nuevo, a martillar el teclado, a dedicarle unos minutos a la obsesión que crees que te alimenta. Ilusa tú. Ya deja de escribir, abandónalo todo.

(Neh, nunca fui obediente a las ordenes de la realidad. Menos ahora...)

13.10.09

Viaje disolvente

Hacía años que no viajaba tanto en un mes. Estoy redescubriendo cómo afecta eso mi sentido de la pertenencia y la permanencia, cómo modifica y moviliza cosas en mí que a veces no tengo idea de qué son.

Estoy por primera vez en años a Monterrey. Admito que extraño en cierta medida esa ciudad que tan bien llegué a conocer después de terminar atrapada en ella en más de una ocasión. Extrañaba el clima estrafalario que es calurosísimo y después lluvioso y a los 15 minutos helado y luego lluvioso de nuevo...

Esta ciudad fue el hábitat de bitterberri más que ningún otro lugar. Fue en una salita de computadoras del hotel más socorrido por mí en ese entonces que bitter se hizo conocida, empezó a interactuar con el mundo y que adquirió un rostro y una personalidad. Monterrey pudo haberse transformado en mi ciudad si las cosas con la Agencia del Mal no hubieran ido de mal a peor a terrible progresivamente.

Recuerdo que cuando inauguraron las nuevas oficinas aquí, yo había venido a una presentación de resultados y, sin deberla ni temerla, me tuve que quedar un día más, sin una muda de ropa, en el hotel pederísimo en el que se hospedaba el director general. Recuerdo la semana aquella en que se cayeron las sesiones porque llovió y tuve que esperar 3 días más, con ropa de otoño chilango en pleno invierno regio.
También recuerdo la sensación triunfal de la primera presentación de resultados, y nuestro festejo con museo y cabrito. La mejor comida de ese año en el Pangea. Hacerme de una rutina que incluía nadar, hacer caminadora y después salir a caminar al centro. Aprender a moverme en metro y llegar así hasta el Parque Fundidora. Recorrer la Macroplaza, el museo de historia mexicana, el marco. Las citas de trabajo que duraban todo un día. La oficina en la que nadie esperaba mi regreso.

Ahora estoy en un hotel que probablemente no existía la última vez que vine; trabajé en una salas que con toda certeza tampoco existían cuando trabajé aquí. "Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos". Me asombra tanto mi soledad de aquel entonces, esa libertad infinita que me daba tener un único lazo afectivo no tan fuerte con el mundo. Esa época de mi vida en la que todo sonaba posible. Mi último episodio depresivo menor (al menos suficientemente fuerte como para acabar en terapia por primera vez).

No tener conciencia de mi soledad me daba alas. Ahora esa misma soledad me produce miedo, nostalgia, compasión. Esa extraña que no tenía ni un gato, que vivía sola en la ciudad, sin otra liga emocional que dos amigos cercanos que sin embargo tenían una vida con su propio ritmo (finalmente acabaría por separarlos). Quisiera pasar una semana en Monterrey, como entonces, pero al mismo tiempo me aterra pasar tanto tiempo lejos de R, de los gatos, de T y de N y de Pixel y de P y de E y de tantas otras iniciales que se le han añadido a mi vida en los últimos tiempos...

Viajar me libera, pero me disuelve tambien un poco, como si fuese azúcar que se dipersa al entrar en contacto con el agua. Esa persona que sólo existe en los aeropuertos y que no soy exactamente yo me espera dentro de la maleta, me recuerda que tuve un galán aeronáutico, y ahora que soy más bien terrestre escucho el tren pasar frente a mi habitación de hotel.

Son otros tiempos, definitivamente. Otros tiempos, otras personas, otras causas y efectos, otro azar el que me trae de nuevo aquí —y a la vez no—. Sigo siendo yo, mi maleta, un boleto de avión de ida y vuelta, una reservación de hotel, la cama enorme que no me dice nada, nadie a quien tocar durante un par de días. Regresar a mi vida habitual se siente un poco más como resurrección y menos como éxodo. Tal vez es que viajar activa mis genes deambulantes: Sara, Zoraida, esa mujer que camina en mi sangre desde siempre jamás y no se para por nada ni por nadie (ni por mí).