3.1.10

Enero 20-10

El inicio de año me pesca de treinta y uno al fin, con un nuevo integrante en la familia (Olga Tlayuda, una ilustre perra callejera que salvamos de la muerte en una gasolinería y ahora nos paga destrozando la puerta del baño y nuestro corazón a punta de chillidos en la noche), recién desempacada de Oaxaca, estrenando gadget (un emocionante iPod touch, que tiene todas las ventajas del iPhone sin la desventaja del teléfono) y redescubriendo las desventajas de rentarse por un sueldo mensual. En resumen, aterrizando en la vida real, con tres mascotas, un marido, un departamento que ya nos queda chico (y por lo tanto, una casa que buscar) y muchas cosas por definir en mi eterna búsqueda.

No sé si le pasa a todo mundo, pero yo vivo haciéndome preguntas. Nunca estoy segura de que mi vida sea ya y de manera definitiva lo que yo quiero que sea; siempre hay algo que dejé incompleto, o que me gustaría explorar, o que repentinamente aparece frente a mis ojos y hace que se tambaleen las decisiones hechas con tanto cuidado. De pronto viene ese asunto de recordar la advertencia de mi asesor de tesis: "En cuanto empieces a trabajar vas a dejar de escribir" (cosa que, por lo demás, este blog atestigua en forma silenciosa).

Es la docencia, es la escritura, son mis lecturas, las vacaciones que estuvieron a punto de ser recortadas, la falta de tiempo para buscar una casa en diciembre (y ahora la absoluta urgencia de hacerlo en enero). Me emociona lo que hago, pero también me emociona lo que hacía —y peor aún, lo que podría hacer. Mi vida es ese continuo de posibilidades inexploradas o abandonadas.

¿Qué sigue? El trabajo, lo de siempre, una mudanza, habituarse al ritmo canino (profundamente distinto al gatuno, que era mi ritmo). Empezar a hacer planes para estudiar la siguiente cosa. ¿Cuál es la siguiente cosa? No estoy segura. Una profesión liberal. Algo que justifique mis lecturas, la escritura, tener una vida portátil en unos cuantos años (cada vez menos, antes era a los 50, luego fue en 15 años, ahora me debato entre los 10 y los 5 con una intermitencia que sólo podrían explicar las mareas hormonales). En resumen, redescubrirme parada en la mitad de mi vida.

Oaxaca tiene mucha culpa, pero no toda. Revisar en dónde estaba hace un año (antes de entrar a trabajar), qué hacía, lo mucho que me gustaría trasplantarme a otro modo de vida, cuánto extraño a mis amigos —desde que trabajo las oportunidades para vernos son, para variar, cada vez más escasas—, al mismo tiempo que quiero formar un patrimonio, garantizarme un futuro, estabilizar mi familia. Creo que a esto se podrían referir con la crisis de los treinta: tardía, incompleta, no tan históricamente terrible como se supone que es, pero aquí está.

Eso, y un perro que llora antes de dormir porque quiere seguir en mis brazos.