23.6.10

Retazos

Aparecen de pronto. Generalmente, cuando estoy cansada, tuve un día pesado o simplemente traigo cargando una depresión que me niego a tratar en terapia (llevo casi un mes prófuga, sólo porque siento que esto no es algo de lo que pueda hablar, porque el grupo no acaba de ser lo mío, ay, chin, ya lo dije, lo siento). Son esos trozos de pasado sin resolver que se quedan atorados, como los jirones de ropa que la protagonista de la película deja atorados en las espinas de los arbustos mientras huye por el bosque —y que después servirán para rastrearla.

De repente me llegan correos de gente a la que hace tanto que no veo que ya no sé cómo hacerle para iniciar una conversación con ellos (sí, me casé, qué pena que no fueron a la boda, no, no planeamos tener hijos en los próximos 20 años, por cierto, qué grandes están los tuyos, sí, sigo trabajando en lo mismo, me voy a comprar un nuevo celular, ¿sabes?); o me manda mensajes la amiga a la que corte hace dos años por inequitativa (mucho escuchar sus broncas siempre iguales, muy poco acompañarme) y que parece que no se ha dado cuenta de que la desaparecí, de un plumazo, después de casi 10 años de estar ahí para ella.

Eso se me da bien: desaparecer. Tengo cierto talento para salir de la vida de la gente, con un portazo o similares; a veces basta sólo un discreto deslizarme por entre las piernas de izquierda actor y puf, no hay más de mí. Me inquieta mi capacidad para cortar lazos, para dejar ir, para esfumarme, un poco como esos personajes de Auster que un día, sin más, deciden dejar atrás lo que conocen, a quién conocen, y empezar (o no) en otro sitio.

He soltado amarras tantas veces, de tantos puertos, que cuando regreso y descubro que lo que dejé ya no existe, que las cosas han cambiado, han crecido o desaparecido, no puedo evitar una sensación de pérdida que generalmente tendría que haber estado ahí la primera vez (pero nunca estuvo). Hacer de stalker en las fotografías de alguien a quien también, desincorporé (y de quien me desincorporé), leer sus historias, descubrir que sus tumbos siguen estando ahí y que —de algún extraño modo— me encantaría enterarme de ellos de primera mano, pero al mismo tiempo ya no quiero regresar...

Mi cabeza tiene muy claro por qué me fui en cada caso. En algunos, el corazón me traiciona y le da por extrañar, inclusive (a veces, sólo en ciertas ocasiones) a quienes me lastimaron profundamente. Ese vivir del pasado, de las emociones que estuvieron y que ya no están, me tiene totalmente tarada a últimas fechas. Es como si no pudiera con mi presente y me muriera de ganas de regresar a mi historia conocida, a ese hipotético tiempo en donde debí de haber sido más feliz (o eso parece que creo, ignorando el dolor, las costras, los raspones y esas otras cosas).

Ya no estoy para ser la figurante que traté de ser; ya tampoco estoy para ser la súper intelectual, la ilusa enamorada de Ícaro, la ingenua y entusiasta estudiante de comunicación, la freelance que luchaba por sobrevivir por si misma en la ciudad, la mujer que coleccionaba corazones rotos por consigna. Quisiera (quiero) ser capaz de vivir en mi momento, este presente en donde soy profesora, comunicóloga, diseñadora sin talento, esposa, propietaria/roomate de 2 gatos y un perro, amiga de mis amigos (por recientes que sean). Quiero ser capaz de mantener mis lazos presentes, sin atorarme en los retazos que perdí en la huida que emprendí para dejar de ser quien era y empezar a ser quien soy (qué complicado y paradójico)...

Pinches neurosis.