16.6.11

Bloomsday

(Inspirado en este texto de Omegar, de hace ya un rato...)

Un jueves cualquiera a los 32 años de edad. Empezar muy temprano por la mañana, quizá más que otras veces, porque R acaba de iniciar de nuevo una rutina fija y ahora los dos compartimos el horario matinal y las obligaciones que empiezan casi de madrugada, todo oscuro, frío y nuestros ocho ojos que parecen no estar listos nunca.

Este agotamiento que se está volviendo mi compañero regular, la mente blunt en vez de sharp y los pendientes que sé que irán creciendo conforme arranque el horario de oficina, el presente que me lleva al futuro, sin darme cuenta ya estoy bañada, seca, (des)peinada con el cabello más corto de lo que lo había tenido en un par de años —soñé que me lo cortaba, luego decidí hacer realidad el sueño, a ver si con eso duermo mejor— y vestida con el mismo vestido blanco que usé en nuestra fiesta de bodas, ejemplo claro de la practicidad, sensatez y olvido de las formas que rigen mi vida. Ya debería estar lista para salir pero sigo dando vueltas alrededor de la casa, los perros, el desayuno incipiente, las croquetas de los gatos, mi bolsa, las llaves, se me olvida de nuevo el proyector que debería de regresar a su lugar en la oficina, un saco que seguro en la noche refresca, mi presente no existe porque mi cabeza está demasiado aplicada en lo que ya pasó y en lo que pasará, pero nunca-nunca en lo que está pasando.

Cierro la puerta de la casa y la privada me recibe con su celofán atmosférico. Las pisadas moradas me llevan a la puerta de la calle, donde un taxi aún no sabe que me espera, pero lo hace. Es un día con color bueno: algo hay en la luz que me resulta feliz, familiar, extrañamente optimista. El taxista me cuenta de las manchas solares y del químico que pronosticó 28 grados de temperatura para el día, pero que en cualquier momento las manchas solares harían nevar en unos lados, llover en otros, ¿qué haríamos sin el sol? No sé, nada, la vida no existiría, punto. Los toldos rosas y verdes me ven llegar a la oficina, corriendo, son las 9, no es tarde pero es tarde, otra vez más.

La bondadosa lux matinae se va desvaneciendo junto con mi optimismo y el futuro vuelve a adueñarse de mi con todo su peso y su velocidad y me lleva de un piso al otro a la computadora al pasillo a la presentación que debo diagramar y enviar para su aprobación y a la propuesta y a los costos y a la junta de las 12 y cuando volteo ya estamos de regreso en la oficina y son las 2 de la tarde y estoy a punto de compartir mi paraíso zen secreto, mi hora de la comida y o bento con la consultora estrella de la tarde, mientras hablamos de mis anteriores trabajos, de sus anteriores trabajos, de relaciones humanas fallidas y otras cosas. Pausa. Te verde. Pagamos y corremos a la junta de las tres, con sus correcciones y sus cambios y el ya casi le atinas pero todavía no háganle sutiles cambios —en realidad rediséñenlo todo, hagan el doble y cobren la mitad de ser posible. Desolación por falta de esperanzas y claridad y peso mental y anímico y saber que me llevara horas desfacer el entuerto y otra vez estoy en el futuro que se vuelve presente cuando empezamos a platicar de las posibilidades creativas en este caos y de pronto y de la nada nos interrumpen y mi interlocutor se va. Broooom.

De nuevo, aterrizar todas las ideas, organizar la estructura. Meticulosamente. A mano. Casi de manera artesanal. Tratando de evitar que se le vean las costuras a la décima reparación del mismo saco. Pensando también que de donde salieron esas ideas pueden muy bien venir otras más, que es sólo cuestión de tiempo e inspiración para que aparezcan, si tan solo tuviera alguna de las dos todo sería más fácil. Hojeo el libro que usamos como referencia. Tomo dos frases. Lo cierro. Las escribo. Ilustro. Otra frase. Invento un nombre cualquiera para bautizar las invenciones del día. Sigo peleando con la hoja de detalles del proyecto que ahora tiene tres columnas y aparentemente poca lógica intrínseca. Dejo de pensar. No por quererlo. Es que el cerebro está agotado. Me prometo escribir como recompensa. Valiente zanahoria. Lo que querría es un Jack & Coke helado a mi derecha. Sólo hay café de la máquina. Sirvo. Sorbo. Bebo.

Apagan la luz en las áreas comunes del edificio justo en el minuto en el que estoy saliendo hacia el pasillo de servicio por el que hay que escaparse cuando sales tarde, como los ladrones, como el personal de limpieza, como a todos aquellos a los que hay que esconder. Otro taxi me espera sin saberlo en la avenida y me traerá de vuelta a casa, donde R habrá llegado recién, agotado, somnoliento, acosado. Los perros están más felices que nunca de verme. A los gatos les da un poco lo mismo. Me pongo a escribir esto como quien se impone un deber doloroso pero satisfactorio. Como los corredores de distancia, que tienn que demostrar que la energía les rinde por una milla más antes de llegar a la meta. he llegado, dos horas tarde. No importa. Los ojos se me cierran y es hora de terminar este día, con los perros castigados y los gatos dormidos y R durmiendo antes que yo por primera vez en meses. Yo me quedaría dormida en el sillón, de nuevo, como todos los días, pero no. Voy a acostarme.

15.6.11

Somos lo que hacemos

Somos lo que hacemos. Algo así estuve leyendo últimamente en alguno de los múltiples textos que he hurgado en la semana. Me hace sentido, tal vez porque soy más concreta que abstracta (y sin embargo tengo mi ladito abstracto, por eso escribo). Me gusta esa impresión de que nuestras actividades nos definen y nos delimitan. También me hace sentir ganas de preguntarle a medio mundo (incluyéndome a mí): ¿Qué me dice esto que haces de quién eres? ¿Qué haces con esto que estás haciendo?

El existencialismo siempre me encantó. Ahora estoy queriendo volverlo a ver con buenos ojos, pensando justo en este concepto de la identidad que se va construyendo a través de la actividad, de lo que hace tu día a día.

¿Qué dice de mí lo que hago?