21.12.11

Re-cuento

La gente empieza a despedirse para poder salir de vacaciones navideñas. Este año, yo decidí quedarme a guardia (juré que nunca lo haría de nuevo, quién me viera ahora) y anhelo esos momentos en los que podré estar en la oficina sacando algunos pendientes de organización. Renovando cosas, supongo.

Acaba de pasar recién mi cumpleaños 33, y un tumulto de cosas se me agolpan en la cabeza y en el corazón. Ha sido un año complicado (vaya que sí) pero también me ha dado múltiples aprendizajes. Me liberó de ciertas cosas, me demostró que otras están ahí, como asignatura pendiente (tal cual, la espada de Damócles). Fue el año en el que las cosas que parecían malas fueron las que detonaron lo mejor; en cierto modo, todo aquello que estaba bien a principios del 2011 fue lo que no terminó igual —en general, aunque haya algunas excepciones.

La vida sigue viniendo sin instructivo. Eso, más que darme miedo, me sigue dando una curiosidad infinita: nunca sé qué viene a la vuelta de la esquina, y casi siempre puede ocurrir cualquier cosa. Dicen de mí en una lectura de hoy:
[...] a veces me pregunto si crece o ya creció en algún momento anterior y ahora (se) conserva (en) su juventud crecida[...]

Me gusta. Hace juego con mis uñas de colores, con mis faldas de vestir, con mi ropa de diseñador hipster, con el recién adquirido gusto por los vestidos, con mi primer vestido de gala de mujer de treintaitantos. También va con la disímbola mezcla de amigos con la que he logrado rodearme a lo largo de los años... Gente que me ha costado una vida reunir, pero con la que me siento tan cómoda y feliz que las palabras faltan para describirlos, y sobran para comprendernos.

Sigo tratando de llenar mi vida de risas. Haciéndole más caso a aquello que, dentro del "infierno de los vivos", no es infierno —siguiendo a Calvino, haciendo que dure, dándole espacio. Creo que es mi gran aprendizaje del año: construir lo bueno en medio de lo que puede parecer terrible —y descubrir que, al final, lo terrible era maravilloso después de todo, sin falsos optimismos.

Feliz final de fiesta.

9.10.11

Obsesividades y compulsiones

No sé si pase en la vida de todos, pero al menos la mía se rige por ciclos. Su duración siempre es indefinida, pero puedo sentir claramente cuando uno se abre y otro se cierra. Los últimos han sido brutales, no a un nivel externo (el exterior se mantiene más o menos en el mismo estado siempre, aunque mi cabello tiende a dar cuenta de ello) sino interno.

Sí. Los últimos quiebres de ciclo me han dado para cuestionarme otra vez quién diablos soy, quien diablos creo que soy, qué hago y por qué lo hago... Generalmente termino los ciclos con muchas más preguntas que respuestas, pero también con una serenidad de espíritu que característicamente pierdo en la temporada previa a cada cierre.

El post anterior lo escribí justo en la mitad del nadir del ciclo (que es lo mismo que decir "el cenit de la crisis"). Esa pregunta que se revuelve obsesivamente sobre de mis acciones actuales y procura ayudarme a llevar la cuenta de si soy la persona que espero ser. El inicio de esa crisis me marcó: demasiado enojo acumulado, demasiada paciencia encubriendo la ira; mucha frustración, descubrir una vez más que repetí el karma (desentendiéndome de mi propio compromiso con evitar esa misma historia que pasa ya por tercera vez en mi vida). El dolor de sentir el corazón roto, saberme usada y tener muy claro que fui yo quien lo decidió y lo permitió así.

Hace ya un rato que abandoné la terapia. El grupo en el que estuve y yo no funcionábamos mutuamente: soy malísima tomando la palabra por asalto, si los demás necesitan hablar tiendo a escuchar; soy, definitivamente, bien educada para los estándares de 1920. Eso —como bien me hacía notar la terapeuta cuando podía— ocurre también afuera: hablo mucho de lo que no importa, pero lo que realmente me angustia, me preocupa, me obscurece, puede quedarse en mi interior por siempre jamás.

Sin embargo, hace un par de meses empecé a ir a grupos de constelaciones familiares. Se han movido montones de cosas, en diferentes órdenes. Recordé, de pronto, el terror que tenía de ser vulnerable a cualquier cosa durante la adolescencia (y el maravilloso papel que jugó mi mejor amiga en romper esa coraza). Caí en cuenta de que acumulo demasiadas cosas —otra vez usando la frase de manera totalmente polisémica— y que tengo que dejar ir para poder mantener la salud; que tengo que atreverme a abrir las zonas cerradas antes de que sea demasiado tarde... También de mi propio comportamiento compulsivo, de mi fragilidad emocional. De lo rota que estaba.

Empiezo la batalla de recuperar la salud mental, sin muletas esta vez, y me doy cuenta de que muchas dinámicas en las que estoy metida son todo menos sanas. De pronto me doy cuenta de que hace meses que no me tomo el tiempo de ir al cine, que salgo con los amigos mucho menos de lo que me gustaría (significativamente menos que hace 6 meses). Que tengo 5 animales a los que veo, en promedio, 1 hora al día. Que ya no escribo (y eso, cuando sabes que estás construido de palabras, es dolorosísimo). Que, con todo lo que me dolió no tener materia este trimestre, tampoco sé cómo habría hecho para sobrevivir lo que estoy pasando y dar clases a la vez.

Me apasiona mi trabajo, y en estos días he recibido varios comentarios con respecto a que se nota. Sin embargo, creo que ya dejé atrás la edad en la que eso me hacía tener la capacidad de trabajar 65 o más horas a la semana en él. Recuerdo la época que documenté en correos electrónicos dirigidos a mis amigos (era pre-facebook), cuando estaba tan enfrascada aprendiendo a hacer lo que amo y renunciando a estudiar lo que me apasionaba, que no podía ver a nadie. No puedo evitar recordar lo deprimida que salí de aquella temporada, aunque estaba feliz y orgullosa de lo que había hecho, también sé que estaba tan agotada que pude haberme dedicado a cualquier otra cosa con tal de recuperar mi vida y mi dignidad.

También caí en la cuenta de que llevo al menos 6 meses apostando a que las cosas cambien para bien, pero que al mismo tiempo no estoy nada segura de que esa esperanza sea real o tenga fundamento alguno. Al contrario, cada paso que doy hacia el frente se pone más oscuro. Quiero creer que las señales que leo son ciertas, que amanecerá después de esto. Pero tengo que empezar a asumir mi miedo de estar equivocada, y mi necesidad de hablar esto con quien sea que pueda hacer algo.

Creo que bastaron dos ataques de ansiedad en una sola semana, dos o tres clientes que necesitan demasiada atención, cuatro o cinco cosas que se han atendido poco menos que a medias por culpa de la prisa, de lo urgente que le roba tiempo a lo importante, de descubrir que 20 horas al día, 5 días a la semana ya no me bastan (y que mi cuerpo, mi mente y mi espíritu están cansados de intentar darlos). Que hace meses que no trabajo los fines de semana y que mi mente y mi cuerpo se rebelan cuando intento (o necesito) hacerlo.

Este post no cae en la categoría "decisiones trascendentes". No hay más decisión tomada que la de poner un límite. Uno solo. Chiquito. Si funciona o no funciona... de ahí sí que vendrán decisiones interesantes. En realidad, este post es sólo una descarga que me deja libre para poder trabajar en lo que me urge terminar, sin pretextos, para el lunes. Un suspiro después, justo al terminar de alimentar esta flamita incipiente de rebelión, seguiré con las urgencias. Espero, por mi bien, que por la penúltima vez.

16.6.11

Bloomsday

(Inspirado en este texto de Omegar, de hace ya un rato...)

Un jueves cualquiera a los 32 años de edad. Empezar muy temprano por la mañana, quizá más que otras veces, porque R acaba de iniciar de nuevo una rutina fija y ahora los dos compartimos el horario matinal y las obligaciones que empiezan casi de madrugada, todo oscuro, frío y nuestros ocho ojos que parecen no estar listos nunca.

Este agotamiento que se está volviendo mi compañero regular, la mente blunt en vez de sharp y los pendientes que sé que irán creciendo conforme arranque el horario de oficina, el presente que me lleva al futuro, sin darme cuenta ya estoy bañada, seca, (des)peinada con el cabello más corto de lo que lo había tenido en un par de años —soñé que me lo cortaba, luego decidí hacer realidad el sueño, a ver si con eso duermo mejor— y vestida con el mismo vestido blanco que usé en nuestra fiesta de bodas, ejemplo claro de la practicidad, sensatez y olvido de las formas que rigen mi vida. Ya debería estar lista para salir pero sigo dando vueltas alrededor de la casa, los perros, el desayuno incipiente, las croquetas de los gatos, mi bolsa, las llaves, se me olvida de nuevo el proyector que debería de regresar a su lugar en la oficina, un saco que seguro en la noche refresca, mi presente no existe porque mi cabeza está demasiado aplicada en lo que ya pasó y en lo que pasará, pero nunca-nunca en lo que está pasando.

Cierro la puerta de la casa y la privada me recibe con su celofán atmosférico. Las pisadas moradas me llevan a la puerta de la calle, donde un taxi aún no sabe que me espera, pero lo hace. Es un día con color bueno: algo hay en la luz que me resulta feliz, familiar, extrañamente optimista. El taxista me cuenta de las manchas solares y del químico que pronosticó 28 grados de temperatura para el día, pero que en cualquier momento las manchas solares harían nevar en unos lados, llover en otros, ¿qué haríamos sin el sol? No sé, nada, la vida no existiría, punto. Los toldos rosas y verdes me ven llegar a la oficina, corriendo, son las 9, no es tarde pero es tarde, otra vez más.

La bondadosa lux matinae se va desvaneciendo junto con mi optimismo y el futuro vuelve a adueñarse de mi con todo su peso y su velocidad y me lleva de un piso al otro a la computadora al pasillo a la presentación que debo diagramar y enviar para su aprobación y a la propuesta y a los costos y a la junta de las 12 y cuando volteo ya estamos de regreso en la oficina y son las 2 de la tarde y estoy a punto de compartir mi paraíso zen secreto, mi hora de la comida y o bento con la consultora estrella de la tarde, mientras hablamos de mis anteriores trabajos, de sus anteriores trabajos, de relaciones humanas fallidas y otras cosas. Pausa. Te verde. Pagamos y corremos a la junta de las tres, con sus correcciones y sus cambios y el ya casi le atinas pero todavía no háganle sutiles cambios —en realidad rediséñenlo todo, hagan el doble y cobren la mitad de ser posible. Desolación por falta de esperanzas y claridad y peso mental y anímico y saber que me llevara horas desfacer el entuerto y otra vez estoy en el futuro que se vuelve presente cuando empezamos a platicar de las posibilidades creativas en este caos y de pronto y de la nada nos interrumpen y mi interlocutor se va. Broooom.

De nuevo, aterrizar todas las ideas, organizar la estructura. Meticulosamente. A mano. Casi de manera artesanal. Tratando de evitar que se le vean las costuras a la décima reparación del mismo saco. Pensando también que de donde salieron esas ideas pueden muy bien venir otras más, que es sólo cuestión de tiempo e inspiración para que aparezcan, si tan solo tuviera alguna de las dos todo sería más fácil. Hojeo el libro que usamos como referencia. Tomo dos frases. Lo cierro. Las escribo. Ilustro. Otra frase. Invento un nombre cualquiera para bautizar las invenciones del día. Sigo peleando con la hoja de detalles del proyecto que ahora tiene tres columnas y aparentemente poca lógica intrínseca. Dejo de pensar. No por quererlo. Es que el cerebro está agotado. Me prometo escribir como recompensa. Valiente zanahoria. Lo que querría es un Jack & Coke helado a mi derecha. Sólo hay café de la máquina. Sirvo. Sorbo. Bebo.

Apagan la luz en las áreas comunes del edificio justo en el minuto en el que estoy saliendo hacia el pasillo de servicio por el que hay que escaparse cuando sales tarde, como los ladrones, como el personal de limpieza, como a todos aquellos a los que hay que esconder. Otro taxi me espera sin saberlo en la avenida y me traerá de vuelta a casa, donde R habrá llegado recién, agotado, somnoliento, acosado. Los perros están más felices que nunca de verme. A los gatos les da un poco lo mismo. Me pongo a escribir esto como quien se impone un deber doloroso pero satisfactorio. Como los corredores de distancia, que tienn que demostrar que la energía les rinde por una milla más antes de llegar a la meta. he llegado, dos horas tarde. No importa. Los ojos se me cierran y es hora de terminar este día, con los perros castigados y los gatos dormidos y R durmiendo antes que yo por primera vez en meses. Yo me quedaría dormida en el sillón, de nuevo, como todos los días, pero no. Voy a acostarme.

15.6.11

Somos lo que hacemos

Somos lo que hacemos. Algo así estuve leyendo últimamente en alguno de los múltiples textos que he hurgado en la semana. Me hace sentido, tal vez porque soy más concreta que abstracta (y sin embargo tengo mi ladito abstracto, por eso escribo). Me gusta esa impresión de que nuestras actividades nos definen y nos delimitan. También me hace sentir ganas de preguntarle a medio mundo (incluyéndome a mí): ¿Qué me dice esto que haces de quién eres? ¿Qué haces con esto que estás haciendo?

El existencialismo siempre me encantó. Ahora estoy queriendo volverlo a ver con buenos ojos, pensando justo en este concepto de la identidad que se va construyendo a través de la actividad, de lo que hace tu día a día.

¿Qué dice de mí lo que hago?

21.5.11

Crisol

Después de 32 años, estar, al fin, segura de lo que significa mi nombre. Ya no sólo la historia de su recorrido, sino la verdadera palabra raíz, la que me origina.
Nombrar es crear. ¿Habrá sido mi nombre un componente del destino forjado? Sin duda.